Algo chorrea desde lo alto. Cada cierto tiempo, una pesada gota se desprende solitaria desde arriba. Nunca sé exactamente adónde caerá, así que, en mi ceguera, abro los brazos y los extiendo para dar con la suerte de la próxima. Algunas veces, me tocan los dedos, otras tantas el rostro. Gotas tibias, se separan de un impreciso techo y se derrumban agotadas, sin esperanzas, sobre el inequívoco suelo de la habitación. Se diluyen en un trino, y al rato, puedo oír como cada simple cúmulo de agua, en su suspensiva relación, confunde y molesta al desprecio de esta pobre y silente desolación, que ya no me causa nada más que angustia e incertidumbre.